¡POR LAS BARBAS DE MI ABUELO! POR QUÉ ERA DIFÍCIL DEFINIR QUÉ HABÍA EN VENEZUELA… PERO YA NO TANTO



En la entrada anterior hablaba de la falacia de la barba y de una falacia que se relaciona con ella (la llamé, sin pensarlo mucho, «falacia del criterio absoluto»). En ambas se abusa de la vaguedad o borrosidad de los criterios de una definición para negar (de manera velada) que algo específico pueda clasificarse según esa definición. Por ejemplo, decíamos que criterios como la violación de la libertad de expresión o de los derechos humanos para definir la democracia, tienden a ser borrosos, pues ¿cuántos abusos o violaciones de esos derechos se necesitan para no estar en democracia? Esto puede conducir a la explotación de la vaguedad de los criterios a favor de gobiernos que no son democráticos.
   
Arriba, falacia de la barba: como el criterio es borroso, no hay diferencia entre barba y no-barba. Abajo, falacia de criterio absoluto: como el criterio es borroso, "no tener barba" es igual al extremo "absolutamente nada de barba".

El abuso de los criterios de la definición de democracia ha sido llevada a cabo, de manera algo novedosa, por muchos gobiernos actuales que, pese a no ser democráticos, son difíciles de definir. A diferencia de la mayoría de las viejas dictaduras y totalitarismos, en estos gobiernos se entronizan los principios democráticos, pero desde una perspectiva no liberal; usan las instituciones democráticas para luego vaciarlas de contenido y eliminar su autonomía; las persecuciones son más selectivas y progresivas; no se llega haciendo tabula rasa con los adversarios (para el gobierno, enemigos), pero sus espacios son gradualmente estrechados e inutilizados. En fin, aunque los representantes de los gobiernos en cuestión tienen legitimidad de origen, pues son elegidos en sufragios y éstos se realizan regularmente, no tienen legitimidad en el ejercicio.

El caso venezolano es paradigmático. En Venezuela, la oposición ganó dos tercios del parlamento (la Asamblea Nacional), pero el gobierno y la Asamblea saliente (de mayoría oficialista) maniobraron inconstitucionalmente para nombrar magistrados del Tribunal Supremo políticamente leales que –junto con los demás magistrados revolucionarios– han dejado sin efecto todas las decisiones importantes de los nuevos parlamentarios. Desde hace tiempo, la mayoría de las televisoras que eran críticas al gobierno han cambiado, sospechosamente, su línea editorial, especialmente luego de que una de las más emblemáticas (RCTV) fuera cerrada haciendo gala del abuso de las definiciones. Otros medios de comunicación han sido vendidos a personas que, también sospechosamente, son aliados del gobierno. Y así muchas, muchísimas, acciones que van bordeando la vaguedad de los criterios que definen lo que es democracia.

Hasta hace poco, gran parte de la comunidad internacional, la opinión pública y los políticos venezolanos de oposición se negaban a definir al gobierno como no democrático (por no decir, dictadura a secas); decían, en cambio, que era una democracia imperfecta o que nuestra democracia estaba en peligro. Pero actualmente, cada día más, en Venezuela y en la comunidad internacional se habla abiertamente de que no vivimos en una democracia. ¿Qué ha cambiado?

Una manera de comprender la razón del cambio, desde nuestra perspectiva, es que la sofisticación de las acciones para explotar la vaguedad de los criterios de democracia tiene límites. Uno de los límites tiene que ver con que no todos los criterios que definen la democracia son borrosos: al menos uno de los criterios es más cortante y preciso. Veamos.

En palabras de la Carta Democrática, es esencial para que haya democracia la existencia de «elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo». Hasta diciembre de 2016 en Venezuela se llevaban a cabo elecciones periódicas, más o menos libres, menos justas (había mucho abuso de poder), pero universales y, hasta cierto punto, secretas. Nótese que los abusos de poder, el uso de bienes del Estado para proselitismo político o la movilización obligada de personas son fuentes de injusticia y coacción en las elecciones; pero, a menos que esos abusos sean casi absolutos, es difícil obtener un consenso sobre que no hay democracia. En cambio, cuando deja de haber elecciones periódicas, se toca el núcleo duro de la democracia. Ese criterio (la periodicidad) es mucho más preciso y cortante: sin elecciones periódicas, no hay gobierno democrático.

Justamente eso, la posibilidad de elecciones periódicas, es lo que ha cambiado en Venezuela desde diciembre de 2016. Desde entonces, no solo se negó el derecho a la recolección de firmas para un referendo revocatorio contra el Presidente, sino que, mucho más claro aún, se «pospusieron» las elecciones de gobernadores (estadales) que debían realizarse (según el mandato constitucional) ese diciembre. Hasta ahora no hay fecha definida. Desde el gobierno se dice que realizar elecciones no es prioridad y el Consejo Nacional Electoral, hasta los momentos, ni ha dicho esta boca es mía.

Nótese que hablar de «posponer» las elecciones entraña también un abuso del criterio de periodicidad de las elecciones en democracia. Sin embargo, en nuestro caso, la finalización de los mandatos de los gobernadores tenía fecha fija y había un presupuesto aprobado para realizar dichas elecciones. Los defensores del carácter democrático del gobierno venezolano podrán decir que aún el criterio es vago, que si se fijan las elecciones para diciembre de 2017 o 2018 ya se cumple con el criterio de democracia. Solo que ahora la falacia es mucho más clara; la barba del abuelo es abundante.

Acciones posteriores como el bloqueo a CNN o el llamado a un proceso de relegitimación de los partidos políticos (excepto el de gobierno), en condiciones muy adversas y con el claro propósito de ilegalizar a unos cuantos, se interpretan ahora como prácticas más propias de las dictaduras a secas. Pero creo que las percibimos de esa forma porque ya hemos pasado el umbral definitorio de lo no democrático. Aún así, hay quien dice que el caso de CNN es un clavo más para el ataúd de nuestra democracia; me parece que esa postura es errónea (y cae en el abuso del lenguaje), pues ¿cómo se le pone un clavo a un ataúd que está varios metros bajo tierra?


Esto último me hace pensar en algunas consecuencias para cualquier negociación política que se lleve a cabo... Pero de eso hablaremos en otra entrada. 

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